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PONGAMOS QUE HABLO (O NO) DEL PUNK. PONGAMOS QUE HABLO DE LA CRÍTICA.

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PONGAMOS QUE HABLO (O NO) DEL PUNK.

PONGAMOS QUE HABLO DE LA CRÍTICA.

Para gustos, colores; la opinión es libre; todo es según el color del cristal con que se mira... los dichos populares nos indican que no estamos obligados a creer lo que nos dicen los “expertos”, que el mundo del arte —el de las sensaciones— tampoco es una religión, no hay dogmas de fe inamovibles. Una exposición permite tantas opiniones como personas la vean a través de sus cristales propios. Así, pues, en el caso concreto al que me quiero referir, la exposición sobre el Punk que el MACBA inauguró hace unos días puede generar y seguro que genera en los visitantes opiniones variadas, dispares y encontradas. Y es bueno que sea así.

Pero, ¿y la crítica? Los que tienen tribuna pública y se enfrentan al reto de analizar la exposición Punk. Els seus rastres en l’art contemporani, comisariada por David G. Torres, ¿pueden dejar fluir libremente sus sensaciones, sus ideas, sus filias y fobias o deben ofrecer a sus lectores algunos argumentos en los que poder anclarse? ¿La crítica de una exposición puede ser como un tweet? ¿Qué es lo substancial en una crítica: que el autor exponga sus opiniones libremente, con mayor o menor tino literario, o que intente  entablar un diálogo entre la obra, su texto y el lector?

Todo esto viene a cuento de la crítica que Ángela Molina publicó en el diario El País sobre la exposición “punk”. Podéis leerla aquí en su versión catalana. Su lectura me ha suscitado algunas preguntas. En realidad, algunas de esas preguntas me las hago recurrentemente y las comparto con mis alumnos. Se trata de establecer la (in)utilidad o no hoy día de la crítica de opinión. En este caso, la digamos inquietud nace de un hecho relevante para mí: hace un tiempo que no voy al MACBA y, por tanto, todavía no he visto ni la exposición del Punk ni la de Andrea Fraser.

La primera pregunta, pues, nace desde esta posición: ¿Qué he aprendido yo leyendo la crítica de Molina sobre las exposiciones que exhibe el museo barcelonés? ¿Me sirve como guía o como apuntes para encarar la visita que haré en los próximos días? De entrada, hay una evidencia en el texto: a Ángela Molina le ha gustado la exposición de Fraser y no le ha gustado nada la exposición sobre el Punk. Más aún, da la sensación de que está muy indignada con la exposición del punk, que le molesta que el MACBA la acoja, que hubiera tanta gente en la inauguración, incluso hay una referencia explícita —y, sin duda, negativa— al reportaje que su propio periódico publicó sobre la inauguración a cargo de Roberta Bosco. Pero ¿qué saco yo de esa primera impresión que percibo en su texto? Indudablemente, una cosa: conozco los gustos de Ángela Molina, los gustos del crítico/a. Pero cuando yo acuda al museo, ¿de qué me servirá ese conocimiento para analizar las exposiciones? Más aún, pocos días después de publicarse la crítica de Molina, Fernando Castro colocaba en su muro de Facebook un post en el que decía justo lo contrario que la crítica de El País: a Castro le gustó mucho la exposición del Punk y, por contra, le aburrió “hasta límites indescriptibles” la de Fraser.  Ahora ya conocía dos impresiones, en las antípodas la una de la otra, pero eso no me permitía ir más allá de seguir conociendo los gustos de Molina y —ahora— los de Castro. (Si eso fuera un texto académico, hubiera puesto una nota a píe de página para indicar dos cosas: primero, que no se me escapa que no es lo mismo, no hay la misma responsabilidad ética, según mi criterio, entre un post de Facebook y una tribuna de opinión pública. Al menos, yo cuando escribo no tengo el mismo tono en un sitio que en otro. Y segundo, que Fernando Castro daba una serie de argumentos sobre la exposición de Fraaser, argumentos que iban más allá del gusto personal y que permitían, ahora sí, poder debatirlos una vez vista la exposición.)

La segunda pregunta o consideración tiene que ver con una segunda lectura del texto de Molina. En esta aproximación más serena se aprecia que, en realidad, la escritora realiza un juego o una estrategia que puede ser legítima, o eso sospecho. Deja sentado lo que le gusta o lo que no, cosa que, como ya he advertido, no permite ir más allá de eso mismo, como pasa cuando los críticos de cine colocan estrellitas a una película recién estrenada: podemos establecer un corpus sobre los gustos de cada uno de los críticos, pero nos resulta imposible dialogar con las películas en cuestión a partir de sus “calificaciones”. Pero la crítica de Molina parece que, más que sobre unas exposiciones concretas, pretende hablar sobre el MACBA; parece algo más, que aprovecha sus gustos para lanzar dardos envenenados: la exposición del punk vendría a ser la aceptación pérfida del museo como espectáculo de mercancias y la de Andrea Fraser, en cambio, sería “probablemente la mejor exposición programada por Bartomeu Marí” (¡eso sí que es un dardo!, aunque no sé si Marí lo recibirá en Seúl).

La crítica institucional es un aspecto que me interesa mucho y yo mismo he opinado sobre el MACBA en no pocas ocasiones; en Cataluña tenemos un problema enquistado: los museos de arte contemporáneo han tenido y tienen graves deficiencias. Pero, ¿la crítica de una exposición debe contener un apartado tan fuerte relativo al museo que la ha programado? ¿No es más lógico dedicar un texto a los problemas del museo y otro a la crítica de una exposición? Es como si, ahora, en lugar de tomar el texto de Ángela Molina como centro de reflexión, me alejara de el y hablará sobre los negocios sucios de la empresa que edita el periódico en el que escribe; o, centrándome en el campo que nos ocupa, el arte, pusiera en cuestión su trabajo como crítica de El País porque sacara a colación el poder absolutista ejercido en aquellas páginas y durante tantos años por un catedrático de universidad. Es una posibilidad que yo no contemplo, es cierto que Molina aporta argumentos que podemos compartir sobre las disfunciones del MACBA, pero no acabo de entender por qué arremete ahora contra el museo, calcinando voluntaria o involuntariamente el papel de Ferran Barenblit como nuevo director.

La tercera pregunta, y última, me lleva a otra consideración que me preocupa. Para decirlo de forma demasiado categórica se trata de evaluar la competencia del crítico para enjuiciar según qué aspectos de una exposición de tesis o historiográfica. ¿Es pertinente que un crítico dinamite un proyecto curatorial sobre un tema que, aparentemente, conoce mucho peor que el comisario que lo ha gestado? Yo mismo lo he vivido en mi trayectoria. Hace algo más de un año presentamos junto con Fèlix Fanés la exposición “Barcelona, zona neutral (1914-1918)” en la Fundació Joan Miró. Hubo un crítico que expuso sus reticencias al proyecto, cosa perfecta, pero uno de sus argumentos era que faltaba la obra de un artista (¡uno!) que había pasado por Barcelona y nosotros no lo habíamos recogido. Claro que lo habíamos contemplado, pero no habíamos localizado ninguna pieza disponible. Pero el crítico en cuestión ya había podido exponer su presunta erudición. El lector de su texto debía tener la sensación de que el autor sabía mucho sobre la Barcelona de la Primera Guerra Mundial, aunque no fuera necesariamente cierto. Muchos críticos lo hacen, simulan ante sus lectores que ellos conocen el tema del que hablan tanto o más que los que lo han estado trabajando para construir una exposición, un catálogo, un ciclo de actividades...

¿Hasta qué punto el crítico puede enjuiciar contenidos de una exposición cuyo tema ha sido explorado a fondo por su comisario desde un tiempo relativamente largo? Lo formularé de otro modo: ¿sabe más sobre el Punk Ángela Molina que David G. Torres? Y si es así, ¿dónde lo ha demostrado? No digo que no pueda suceder. Sin embargo, en mi concepción de la crítica de una exposición, una cosa es evaluar el grado de adecuación entre el tema y su visualización (eso que llamamos, tan modernos, el “display”), otra cosa es ver la coherencia de las salas, la idoneidad de ciertas piezas... Pero dejar entrever, como hace Ángela Molina, que David G. Torres no conoce la genealogía del movimiento punk, su ideología y sus esencias es algo que solamente se puede sostener desde una autoridad intelectual que yo no le conozco. Si la tiene, es culpa mía el desconocerlo. Claro que podemos opinar de todo, incluso en las páginas de un periódico, pero si la crítica no se concede una especie de código deontológico, lo podemos convertir todo en un chascarrillo monumental.

Bueno, hasta aquí mi excurso sobre este caso concreto, que tomo como anécdota de una preocupación más general sobre las funciones de la crítica hoy en día. Pero antes de terminar, y sabiendo que puede haber quien lea este escrito como algo personal o con intenciones aviesas, diré lo siguiente: no conozco personalmente a Ángela Molina, conozco personalmente a Fernando Castro y soy amigo de David G. Torres. Pero en todos los tres supuestos de relación, mis reflexiones van más allá de cualquier atisbo de ataque o de defensa, de unos o de otros. Pronto iré a ver la exposición del Punk y, en el supuesto que tenga que analizarla públicamente, intentaré que mis gustos (esto tan arbitrario y fugaz) no interfieran mis argumentos, si los encontrara. Tampoco aprovecharé la crítica de una exposición para hablar del MACBA, sobre el museo ya me he pronunciado en otras múltiples ocasiones. Creo que si escribo sobre ello desde estos puntos de partida, mis posibles lectores me lo agradecerán. Pero puede que esté equivocado. Porque, como decíamos al principio, “para gustos, colores”.

                                Foto: Miquel Coll

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